Una capacidad mental de enorme importancia social y cultural es poder hablar, leer y escribir en al menos dos lenguas. Entre las maravillas de la naturaleza humana se encuentra poder transferir la palabra hablada o escrita de un idioma a otro, sin perder el sentido y, a veces, incluso, sin perder su poesía. Como decía Goethe, “quien sólo conoce su lengua, poco conoce su propia lengua”. Nadie ignora que gran parte de la cultura literaria se basa en traducciones. Hoy el comercio, la industria y los congresos internacionales hacen imprescindible el conocimiento de diversas lenguas; por ello, una de las profesiones más requeridas en la actualidad es la de traductor. Por otro lado, una sociedad cada vez más globalizada exigirá mayores habilidades lingüísticas. El impacto de los crecientes movimientos migratorios y la integración de las nuevas culturas en sociedades cada vez más plurales se han convertido en un enorme desafío para la educación. Mantener o no la lengua familiar en una cultura extraña es una cuestión central, y para muchos inmigrantes se trata de una decisión que trasciende las necesidades prácticas del día a día y se adentra en el valor espiritual y hasta religioso de la lengua. Por eso, la enseñanza de las lenguas juega un papel creciente como nunca se ha visto en la historia de la educación. Y aquí la neuroeducación tiene mucho que aportar.
Después de años de debate, muchos países han decidido implantar la enseñanza de una segunda lengua (L2) como asignatura obligatoria en las escuelas. Las razones son múltiples, y no siempre favorecen una implementación acorde con los conocimientos científicos más fundados. Muchas decisiones erróneas en este debate, vital para las familias bilingües, se basan en una concepción equivocada sobre el hecho de adquirir la primera lengua (L1) en los niños, de manera que se han generado nuevos “neuromitos”, sin base científica alguna. De aquí la importancia que cobran los estudios neurocognitivos recientes, para aclarar los equívocos y ayudar a proponer políticas educativas y métodos didácticos apropiados. Por ejemplo, muchos creen que las lenguas interfieren entre sí, es decir, que L2 perturba la adquisición de L1 y, por consiguiente, es mejor comenzar a aprender L2 cuando L1 ya está consolidada. Por eso, en general, la enseñanza de una segunda lengua es tardía y se imparte sólo a partir de la escuela secundaria, cuando los primeros años de escolaridad son los más aptos para adquirir sin inconvenientes no sólo dos, sino varias lenguas simultáneamente. Las escuelas que en verdad pretendan impartir una educación bilingüe deben comenzar a hacerlo desde el jardín de infantes.
Otro error es pensar que el bilingüismo puede incidir de forma negativa en el desarrollo cognitivo del alumno, mientras que los estudios demuestran que, por el contrario, el desempeño escolar mejora en los niños bilingües. También existe la creencia errónea de que una segunda lengua aprendida precozmente puede generar trastornos de tipo disléxico. Los estudios no avalan esta idea, más bien prueban que la fluidez de la lectura se acrecienta de manera significativa en un individuo bilingüe.
Por Antonio M. Battro *
* Director del International Institute of Mind, Brain and Education; Ettore Majorana Centre for Scientific Culture; presidente del International Mind, Brain and Education Society (Imbes); jefe de Educación de One Laptop per Child (Cambridge, MA); Pontificia Academia de Ciencias; Academia Nacional de Educación (Argentina). Texto extractado del artículo “Neuroeducación: el cerebro en la escuela”, incluido en La pizarra de Babel. Puentes entre neurociencia, psicología y educación, por Sebastián Lipina y Mariano Sigman (editores), de reciente aparición (Libros del Zorzal).
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